Desconfianza mutua.
Estoy seguro de que muchos de nosotros, alguna vez en la vida, nos hemos cruzado con una persona muy desconfiada. Sí, esas personas que, al principio de cualquier relación interpersonal, con una postura corporal defensiva y tensa, en algunos casos temblorosos; en otros sudorosos o sin articular palabras con fluidez, te miran de arriba a abajo examinando minuciosamente cada uno de tus movimientos por si, en algún arrebato de locura sin sentido, se te ocurre agredirle.
No sé qué les pasa por la cabeza en esos momentos. Tampoco qué influencias han tenido o qué les pasó de pequeños para tener semejante trauma o mecanismo de defensa. El caso es que no estamos en su pellejo para comprenderlos y, la mayoría, tampoco quieren ser comprendidos, pues tienen miedo a lo ajeno. Son como son y punto. Y si no les gusta lo que ven, se esconden dentro del caparazón, huyen despavoridos y no los vuelves a ver en la vida.
En cierto modo, una pequeña parte de mi es así. Es natural, puro instinto de supervivencia cuando te sientes amenazado. Pero este es otro tema, no estamos hablando de amenaza, estamos hablando de situaciones cotidianas. No me considero desconfiado, no doy esa sensación, ni tampoco actúo como tal. Simplemente, no me gusta mostrarme sin tapujos, de buenas a primeras, a una persona que no conozco.
Normalmente, según el contexto, suelo dar un amplio espacio de tiempo para que la persona suelte ese lastre poco a poco, pero si veo que sobrepasa el umbral de tiempo que considero coherente y todo sigue igual, me impaciento y me resulta muy difícil de tratar. Se convierte en una carrera a la desesperada, cuesta arriba y sin final, y entonces, tarde o temprano, pierdo el interés por lo que fuere que empezamos la relación. No me gustan ese tipo de situaciones, tampoco ese tipo de personas. Considero que no son de fiar. No son naturales. No son claros, esconden algo…